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Boiçucanga: El desconocido y tropical balneario de Brasil

No es uno de los balnearios más famosos de Brasil pero sí es uno de los más encantadores ¿Será por su mítica morfología y su preponderante naturaleza tropical? Esto es Boiçucanga, llamado así por su gran parecido con la morfología del cráneo de una cobra.

Por Felipe Arias.


El poco conocido litoral del gigantesco estado de Sao Paulo esconde mágicos balnearios que no tienen nada que envidiarles a las populares  y paradisiacas playas de Río de Janeiro. Eso lo saben los miles de paulistanos que visitan este lugar cada fin de semana, así como los tantos otros brasileños provenientes de otras regiones. 

Sin embargo, el número de turistas extranjeros no es considerable si se compara con el estado contiguo al carioca (a pesar de que se trata de la misma zona geográfica), conocida como región Sudeste de Brasil, lugar donde aún sobrevive el devastado ecosistema de mata atlántica, un tipo de selva tropical que se caracteriza por albergar una de las mayores diversidades del planeta.  

Uno de estos mágicos balnearios es Boiçucanga, perteneciente al municipio de São Sebastião,  emplazado a solo 160 kilómetros de Sao Paulo. Su nombre, que proviene de la lengua indígena tupi, significa “cobra de cabeza grande”, llamado así por su gran parecido con la morfología del cráneo de este reptil.



Para ser sincero, no estaba dentro de mis planes visitar esta pequeña urbe de callejuelas terrosas. Sin embargo, todo cambió cuando un gran amigo brasileño me recomendó conocer el municipio y alguna de sus playas. Tras leer y ver algunas fotos, decidí comprar un pasaje en bus desde la portuaria ciudad de Santos, el que no costó más de 8 mil pesos chilenos y cuya duración no superó las 3 horas de viaje.

A la hora de encontrar hospedaje, decidí consultar la página de Couchsurfing. Así tuve la fortuna de encontrarme con Cintia Arantes, una anfitriona  inmejorable de 55 años que ha recibido a más de cien viajeros de todo el mundo, y cuyo amor por Chile fue determinante a la hora de aceptar mi solicitud. Apenas llegué al pequeño terminal de Boiçucanga, Cintia pasó a recogerme, para luego llevarme directamente a su acogedor y confortable hogar, ubicado a menos de dos kilómetros de la playa principal.

La tarde comenzaba a caer a eso de las 6 de la tarde. Luego de ordenar mis cosas partimos raudos a la playa para ver el sol hundirse en el mar atlántico, una postal posible de ver solo desde muy pocos balnearios repartidos en la kilométrica costa de Brasil.

Ya instalados en uno de los pocos bares que existen a metros del mar, brindamos con una cerveza bien “gelada” mientras el astro rey comenzaba su partida hacia el otro hemisferio, acompañado de un inolvidable arrebol de tonos rojos y anaranjados que fue iluminando las islas Montón de Trigo, de los Gatos y de las Colinas. 

“Aquí, cada vez que el sol termina de hundirse en el océano, la gente aplaude”, me dijo Cintia, ante mi sorpresa. Nunca me había tocado presenciar semejante reacción ante este particular y majestuoso fenómeno natural. Una vez consumado el  pôr do sol, comenzó de pronto a escucharse un sostenido aplauso por parte de las no más de treinta personas que se encontraban allí, aplauso del que no pude dejar de ser parte.

De vuelta en casa de mis “host”, cenamos y compartimos una agradable conversación en la que Cintia me fue relatando sus innumerables historias en sus más de siete visitas a nuestro país, incluyendo su entrañable historia de amor y amistad con un chileno que vive en la mítica isla de Chiloé, a quien apoda cariñosamente  como “mi trauco”; además de su fantástica experiencia haciendo couchsurfing durante una semana en Rapa Nui. Ella habla con un perfecto español, con más de alguno que otro modismo chilensis.

Al consultarle sobre qué lugares podía visitar el día siguiente, Cintia no dudó en recomendarme las Cachoeiras de Ribeirão de Itú, cuya administración depende del Parque Estadual Serra do Mar, así como la salvaje y despoblada Playa Brava, a la que solo se puede acceder mediante embarcación o a través de una memorable y poco exigente caminata, de no más de dos horas de ida y vuelta.

Entonces decidí partir temprano hacia las cascadas naturales, en momentos en que Cintia se aprestaba para ir a ejercer sus funciones de docente en la escuela en que trabaja. El sol pegaba fuerte y la temperatura estaba empinada por sobre los 25 grados, por lo que se volvió indispensable ir sumamente preparado para no tener algún inconveniente con la alta radiación solar.  Bloqueador, sombrero, repelente, lentes, agua, un par de tarros de atún y unos plátanos, fueron parte del equipamiento y provisiones que cargué en mi mochila.



Caminando menos de un kilómetro y medio di con la entrada del recinto, la que estaba custodiada por tres amables policías que me dieron la bienvenida, y donde yace un gran letrero donde aparece en rojo la dramática cifra de un 7 por ciento. Esto es lo que queda de mata atlántica. Un par de metros más allá, se encuentra un mapa donde están dispuestos los nombres de los diferentes senderos y sus respectivas distancias.

Entusiasmado por entrar en este maravilloso ecosistema natural atiborrado de flora y fauna nativa, comencé de inmediato la breve (no más de 3 kilómetros) y poco empinada “trilha” hacia la cascada Samambaiaçu.  Con cada paso que daba, no podía dejar de deleitarme con la exuberante vegetación de altivos y milenarios árboles, hogar de miles de especies: reptiles, aves, roedores, primates, insectos, y tantas otras,  que junto al sonido del río y del viento, componían una sin igual banda sonora. 

En un roquerío contiguo a la amplia piscina natural que se origina a partir de esta pequeña cascada, me encontré con una agradable familia brasileña compuesta por una joven pareja y sus dos pequeños hijos, los que no tenían la más mínima intención de salir del agua pese a los regaños de sus padres.   



El intenso calor me obligó a entrar a la refrescante poza lo antes posible, donde me quedé pegado mirando a lo lejos a una bandada de aves- cuya especie desconozco- que iba y venía por sobre las gigantescas copas de los árboles. Mientras, se escuchaba la tranquilizante caída del torrente impactando la roca desnuda.

Luego de una magnífica hora y media de tranquilidad, partí en búsqueda de la famosa Cachoeira Pedra Lisa por medio de un temerario atajo sugerido por Lula, un cuarentón brasileño que conoce el lugar como la palma de sus manos, pues vive allí. Así fue como nos fuimos adentrando a través de la agreste flora, descendiendo por una empinada ladera.

Con la adrenalina a mil por hora, a causa del riesgo de ser mordido por alguna serpiente, comencé a ir al mismo ritmo que Lula. Sin embargo, y por suerte, nada aconteció y pudimos llegar a salvo a la espectacular caída de agua, de más de 10 metros de altura.

En ese momento, Lula se dispuso a trepar la misma roca para realizar un peligroso descenso de unos cuatro metros, partiendo con un deslizamiento de cabeza por la vertical muralla. Voce ta maluco– le dije en portugués mientras iba subiendo. Pero él solo atinó a reír. Lo cierto es que ya estaba decidido a realizar esta arriesgada maniobra, como tantas otras veces lo había hecho.

Pero un incómodo silencio se hizo presente en el momento en que se aprestó a lanzarse. Las más de quince personas que allí estábamos, entre familias y grupos de amigos, quedamos petrificados observando la increíble y exitosa caída. Entonces Lula emergió del agua con una luminosa sonrisa, sabiendo que una vez más había deslumbrado a la “galera”. Luego se dirigió donde mí para continuar conversando sobre su precaria condición laboral: él aún no consigue ser contratado como guardaparque.



Pero otra de las figuras que se robó la atención en ese momento fue Cuqui, una enérgica canina que adora sumergirse en el agua y que despliega espectaculares saltos para ir por los innumerables trozos de madera que las personas le lanzan.  “Vai, cachorra, vai”, le gritaba un grupo de niños después de haberle arrojado un palo.

Unos metros más allá del pozón principal y siguiendo el recorrido del torrente divisé unas especies de toboganes naturales. En esa ocasión me encontré con una imberbe pareja de hermanos que disfrutaba del lugar a punta de risas y bromas, una escena que me hizo recordar la película Tarzán y El Libro de la Selva y donde solo faltaba un par de primates. 

Sin darme cuenta ya eran las 4 de la tarde. Era hora de partir hacia Playa Brava, cuyo sendero se encuentra a menos de dos kilómetros del balneario principal. Con rapidez, me dirigí hacia el inicio de la trilha para comenzar ascendiendo por el empinado camino que atraviesa un complejo de oleoductos de la empresa Petrobras.

A medida que iba ganando altura, también iba consiguiendo una cada vez más amplia panorámica del Boiçucanga, logrando apreciar en toda su magnitud la célebre cabeza de serpiente. En este lugar, en la parte alta de la ladera, permanece dispuesto un pequeño mirador para apreciar la salvaje Playa Brava, cercada y protegida por colinas abultadas de mata atlántica.

Ya inmerso en el agreste y mágico bosque, fui descendiendo rápidamente por el terroso y abrupto camino, en el que me topé con a una pareja de surfistas que ya iban de vuelta a la ciudad. Fue un tramo que no me tomó más de 25 minutos y que terminó por llevarme directo al corazón de este indómito balneario de arenas claras y aguas azulosas, donde el mar se abraza con un riachuelo.



Finalmente me quedé observando dos urubus y una pareja de traros (aves rapaces) que se encontraban hurgando entre algunos de los botines que dejaba el generoso océano de vez en cuando.  El sol ya comenzaba a esconderse. Y aunque no tenía muchas ganas, era la señal para partir de vuelta. Lo cierto es que me habría quedado acampando un par de días, sin embargo, no me encontraba en lo absoluto preparado.

Entonces, sin más vuelta que darle, retomé el sendero que me trajo de vuelta a la ciudad. Cansado, pero tremendamente feliz, llegué a casa de Cintia, cuando ya era de noche. Entonces le manifesté mi gratitud por haberme recomendado aquellas maravillas naturales, y sobre todo, por abrir las puertas de su casa y las de su abultada caja de memorias.

A la mañana siguiente continué con mi errante periplo por la costa paulistana, con la certeza de que algún día volveré a este sorprendente y desconocido balneario, totalmente equipado con posadas, hostales y unos cuantos restaurantes y picadas culinarias para el que desee visitarlo.


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