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Vencer el miedo al riesgo: Mi primer viaje sola

El miedo al riesgo es el mejor reto que podemos superar. Y qué mejor forma de hacerlo que viajando. No importa dónde vayas, ni cuánto tiempo dures. Viajar sin acompañante es lo más gratificante y único que puedes hacer para crecer.

Por Paulina Mendoza.


El primer destino era Pucón. Tenía todo listo para llegar a la casa de Deivid (19). Lo poco que sabía de él, era que fuimos al mismo colegio y que nos dividían un par de casas acá en Santiago. Para mi auto convencimiento, esos datos eran más que necesarios para sentir seguridad. No quería pensar en ninguna posibilidad de que me ocurriera algo, así que no me remití a preguntar más sobre él ni su historia.

En un trayecto de 10 horas en bus, decidí que esta experiencia marcaría el inicio de un primer viaje en mi vida. Lo primero, fue impagable. Vi el amanecer desde una ventana. A las 6 a.m., somnolienta y en pleno camino, detuve la mirada en el contraste del cielo con los árboles. Se veía muy marcado entre el bosque los tonos azules y amarillos que evidenciaban que el día estaba por partir.

Era increíble, porque en Santiago tenemos una hermosa cordillera que no estaba sabiendo apreciar. La rutina y el apego a las cosas materiales, me habían alejado de entender que la naturaleza es la terapia más fiel para la tranquilidad. Ya estaba por llegar a destino y tenía claro que nada malo pasaría. Había llegado a nuestro sur, una zona que brilla por el paisaje y la amabilidad de su gente.

A mis 23 años y decidí viajar sola. Para tranquilidad de mi familia, cree un itinerario de los lugares a donde pretendía ir y cómo llegar, así elegí como primera parada Pucón. La razón de este destino fue que supe de una opción de trabajar a cambio de estadía. Me hacía sentir un poco más segura, viajar a un lugar conocido en el que me acogerían. Tenía como meta vencer el miedo al riesgo y la independencia. Y este sería el primer paso.

Así fue que David me recibió primero. Tenía 19 años y se estaba haciendo cargo de las cabañas de su abuelo, las Juani Lafquén. Era un recinto con dos casitas situadas a los pies del Volcán Villarica, uno de los lugares más asombrosos en los que pude alojar. Para llegar ahí, tenía que caminar 8 km hacia la Reserva Nacional del volcán o esperar la buena voluntad de algún conductor que trabajara en el lugar. Aquel día y siendo primeriza en esto de andar sin compañía, caminé un par de cuadras que me hicieron notar que andaba con el equipaje equivocado. Era inconcebible o más bien ridículo, que estuviera cargando una carpa para 3 personas en la mochila, más una bolsa en cada mano. Así aprendí los primeros pasos para el desapego.

Siempre se me pasó por la mente que la vida era más fácil siendo hippie. Esa curiosidad de reconocerse y sentirse libre, difamando el amor y paz entre cada ser que te rodea, atraía mi atención.



El cuento es, que la casa a donde llegué vivían así, o más bien en comunidad. Éramos 10. Con pocos recursos se cocinaba. Algunos de los que se quedaban vivían de la artesanía en cobre o macramé y bajaban a venderla al lago. En los pocos días conversamos de cosas simples. Intercambio de música, uno que otro libro, formas de ver las cosas, no sé. Lo suficiente para conocerse y sentirse seguro, en equilibrio. Aprendí de todo, o sea de las cosas sencillas que te conectan con la vida, por ejemplo una trenzita hecha a macramé para adornar un árbol. O sobre que estoy segura que David tiene en su casa la colección más grande de botellas para reciclaje, o compostería, o sobre por qué las avispas se multiplican en verano, o sobre las estrellas. Hablamos de las cosas que nos rodearon en el día a día, la forma más fácil que tuve para estar consciente de mi realidad y el entorno.

Una noche acompañé a Deivid, Berríos -un chico que tenía rastas- y a Seba a vender tacos al lago. Al principio me daba vergüenza, porque nunca había pasado por mi mente ser yo quien vendiera. Qué estupidez, porque tampoco nunca antes había viajado sola, entonces ¿qué diferencia había? Ahí entendí eso de la zona de confort y fue gratificante. Quizás ellos no lo notaron, pero hacer los tacos veganos más ricos de la noche y ganar dinero por eso, se sentía increíble. Repartimos el dinero por igual a todos los que aportamos con algo y nos fuimos con 7 mil pesos cada uno. Siete luquitas que no tenía. Los siete mil pesos mejor invertidos en la vida.

El inicio de un recorrido por Caburgua

Fueron 25 minutos. Compramos un par de cositas para aprovechar el día y cruzamos Playa Blanca hasta su otro extremo. Acordamos con un par de amigos que iban por el sur para que llegaran ese día al mismo lugar. Llevé mi carpita para tres y nos instalamos a lo gitano en un lugar donde no había nada. Me sentía algo extraña porque hasta el momento seguía moviéndome por lugares que ya conocía y suelen ser turísticos. Tampoco aún no me sentía independiente, creía que llegaría una luz a mi mente a decirme: estás madurando; pero miren que tontería. Sin embargo, estaba conociendo personas que no tenían nada que ver con mi historia y eso, con la multiplicidad de paisajes que ofrecía cada paso en el sur, hacían que todo fuera más mágico, más único e inaudito.

Cada noche se transformaba en un experiencia que no quiero olvidar. Se volvió un lujo nadar bajo las estrellas sin nadie alrededor. Estaba sumergida en uno de los lagos más cristalinos y cálidos del sector. Fue gloriosa también, la oportunidad de apreciar desde una perspectiva distinta cada anochecer. Me llegaba a producir vértigo, porque todo lo que estaba viviendo lo meditaba mirando al cielo. Estoy loca, me fui sin consultar a nadie, pensé. No necesitaba audífonos, ni tampoco consejos y qué importaba lo demás. Ahora, todo el universo estaba frente a mi,  completo, tal cual es, inabarcable e impredecible.

Eran muchísimas las estrellas. Las fugaces se veían por montón. Esa fue la zona del placer y la introspección. El cielo en la IX región se veía majestuoso. O quizás majestuosa es la escena de cada rincón de la Araucanía. Aún me quedaba muchísimo por recorrer y también por aprender.



Caburgua con todas sus rinconadas, lagos, esteros, volcanes, su flora y fauna, me hacían la invitación a observar. Intentar comprender el entorno, de saber que puedo utilizarlo con placer y sabiduría, que puedo hacer caso de lo que soy y lo que quiero ser. Los Ojos del Caburgua, es otro rincón de aquellos. Aunque están allanados por la cantidad de gente que los visita en verano, no ha logrado perder su gracia en la impresión.

El sustento de ese lugar es el turismo. Tres caídas de agua que alcanzan alturas entre 15 y 20 metros. Los senderos de madera están rodeados de vegetación. En este paso por el sur, conocí las famosas hoyas naturales de la selva valdiviana. Me salté un par de reglas. Me metí al lugar que dice “Prohibido Bañarse”.  Y con esto fácilmente podrían pensar que intervine el ecosistema rompiendo normas, o que simplemente fui una turista inconsciente. Pero la verdad, es que me parecía mucho más absurdo lanzar al lago una moneda a cambio de un deseo.

No sé qué podría ser más invasivo. Pero me sonaba paradójico que las personas ensuciaran ese caudal con una vaga creencia. Por otra parte, tenía que vivir la experiencia. Así que me lancé y palpé el agua más renovadora y helada que he tocado en mi vida, o eso creo. Duré un ratito dentro, mientras los hippies hacían de lo suyo.

Se metieron a la zona prohibida y sacaron las monedas. El lema era limpiar un poco el sector y aprovechar para comer, jamás se me hubiese ocurrido, y reí mentalmente. Después David con sus amigos me mostraron parte del recorrido y llegamos a Laguna Azul. Un lugar de pura agua subterránea que aflora en medio del bosque. Es de un color azul eléctrico y se adornaba con un par de peces naranjos que aparecían de repente.

En el recuerdo de este paso, me quedó una sensación amarga. David me comentó que ha ido a los Ojos del Caburgua en épocas que nadie llega. Su misión siempre era lanzarse a la laguna y nadar unos minutos. Qué rabia que sentí. Se veía tan ágil para poder saltar desde esa altura y tan privilegiado por disfrutar del sector sin ningún turista. Creo que sentí envidia. Hubo un silencio largo que usé para mirar la escena azul. Más bien, me quedó dando vueltas esas ganas de disfrutar un solo piquero en medio de una laguna recóndita del mundo. Tenía ganas de invadir un territorio que no era mío, sentía el afán de llegar y saltar para sentir un poco del agua fría y prohibida, otra vez.



Entendí que las decisiones son el camino

Por si me preguntan. El trabajo más esforzado que hice en la Juani Lafquén, fue limpiar una piscina. Tiene tremendo potencial ese lugar. Creo que el Deivid, -como lo llamábamos- era un visionario. Las cabañas están en medio de un bosque nativo a los pies del volcán más activo de Chile. Durante las noches, el fuego que emanaba la punta del volcán se encargaba de iluminar nuestra cabaña. Las estrellas también eran asombrosas, tenía un par de hamacas amarrada a los árboles y se corona según mi autoridad, como un ambiente con la hospitalidad más pura y sincera a la que alguien se puede someter.

Después de ese esforzado trabajo con los cocodrilos de la piscina, decidí enviar un par de mensajes a mi familia, contar a mis amigos cercanos lo que estaba viviendo y comenzar a planear mis próximos destinos. Por otra parte y según lo que creo, la vida se trata de causalidades. Nada de ir dejando en manos del destino y su trivialidad los reencuentros, porque son nuestras decisiones las que determinan cada experiencia.

En esta parte de la historia no hay nada extraño ni sorprendente. Solo la simpleza de una mala conectividad a internet. Lo único que me cargó por la poca señal de la cabaña en el teléfono, fue la página principal de Instagram: y ahí estaba Camilo, sentando en una postal de Puerto Varas con su bicicleta.

A las 7 a.m dejé una cartita despidiendome de Juani Lafquén, y caminé 3 kilómetros por camino el volcán. La mochila un poco más descargada que antes seguía siendo incómoda. Me tiritaban las piernas, la mañana estaba helada y la verdad no quise aguantar más del trayecto. Me quedaban 5 kilómetros por recorrer y media hora para llegar a tiempo a la estación de buses. Tuve la memorable suerte de que a esa hora de la mañana bajara un tipo en camioneta. “Necesito llegar al terminal, así que sea lo que tenga que ser, me subiré”, pensé. Y era un tipo increíble y desearía recordar su nombre. En menos de 10 minutos me dejó en claro que sí es posible desapegarse de todo lo que uno tiene y correr a la tranquilidad. Cambió su vida ajetreada en Santiago por la placidez de manejar botecitos en el sur, no era fácil, me dijo. Pero lo relató como una historia digna de contar.

No supe nada de él por más de 4 años. Fuimos al mismo colegio y por tanto, no necesitaba más datos ni información para sentirme segura. En la versión corta de esta historia, terminamos con Camilo, -el de la foto en Puerto Varas- por coincidir en Ensenada. Andaba junto a Cote -otra amiga-, recorriendo el circuito del Lago Llanquihue en bicicleta. ¡Qué fascinante pensaba!

Acampamos donde el Gringo por solo $2.000 pesos. Tuvimos muchísima suerte. La cosa de todo este asunto es que mi destino final era Cochamó. Ya tenía las reservas hechas para llegar a la Junta y vivir una de las más grandes experiencia que alguien puede tener con la naturaleza.

Por otra parte, llegar a Ensenada me acomodaba. Estaba más cerca de mi destino final. Me costó $10.000 pesos el trayecto de Pucón a Puerto Varas. Otros tres mil, los pagué para llegar al Camping El Gringo. El dueño del recinto era un dicharachero por excelencia. Saludaba a cada uno de los hospedantes. Un tipo moreno, de ojos celestes, fiel representante de la cultura criolla. Un diario abierto de relatos. Un sureño de esencia y alma que predecía el clima; y nos contaba historias con mujeres. A su repertorio no le faltó nada. Tenía una colección de relatos que no nos cansaron. De mitos del diablo a mujeres que penan, de chistes machistas, de lo que fuera. Se hacía inquietante a ratos su tono chillón, pero era amable y eso es lo que valía. Cumplía con esa tonalidad típica del sur, un sonido clásico del campo que no quiero olvidar. El gringo, no era más que un tipo sincero, amable y hospitalario. 



Nos dedicamos a recorrer un par de lugares típicos. Ya venía renovada por las noches en compañía del volcán. Así que sentía que este paso era algo más tranquilo. Pienso que ahí saqué las mejores fotos. Visitamos el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, el más antiguo de nuestro país. Llegamos a un lugar que funciona como mirador y dimos con unos matorrales que nos llevaron a la playa. Una increíble vista. Nunca supimos si el paso estaba prohibido. Pero qué importaba, si teníamos la playa ante nosotros, sin turistas ni nadie que molestara. El agua era de un color turquesa muy lindo. Caminamos por los senderos del parque, nos encantamos de troncos milenarios partidos a la mitad, de flores rosadas que parecían bailarinas, de la tonalidad de una selva virgen, nos encantamos también de la madera y su olor a bosque, de lo complejo que es un paisaje, de sus coigües, ulmos, olivillos y arrayanes. De un zorro culpeo que buscaba comida. Era inimaginable la cantidad de estímulos que entregaba ese paisaje. Y yo me convencí: no tenemos nada que envidiar a otros países.

A mi recuerdo llegaba Aniko Villalba, una argentina que a los 22 años decidió viajar sola hacia el Salar de Uyuni. Dio a conocer su historia en una charla TED, porque tras esa primera corta iniciativa comenzó a vivir viajando. Ha logrado conocer una cantidad de culturas impresionantes y me enseñó desde su historia: que el mundo es más hospitalario. Aunque fue a menor escala, salí con el afán de vencer el miedo al riesgo y explorar esa teoría. Con ese pensamiento me crucé y reencontré con distintas historias que lo confirmaron. Por muy turístico que fue, disfruté de una manera distinta cada sitio visitado. Tuve la oportunidad de decidir qué día y dónde partir por mi cuenta. Alejé comentarios y prejuicios acerca de cómo caminar por mi misma, siendo mujer, siendo tan joven. Recorrí 30 kilómetros a los Saltos del Petrohué en bicicleta, caminé solita por el sendero hacia el camino los Enamorados. Me quedé el tiempo que quise mirando una montaña y su reflejo en el agua. Fotografié los detalles, leí, reí, admiré y aprecié cada lugar en el que estuve. Formé mi pensamiento y mis propias teorías. Fui solo quien quise ser en cualquier lugar, espacio y tiempo.

Esta historia está dividida en dos partes. En esta edición, relaté sobre las primeras semanas de un viaje de 16 días en el que decidí recorrer parte del sur de Chile sin compañía. Para ser sincera jamás estuve ni me sentí sola. Y aunque probablemente sean lugares típicos para algún viajero empedernido, era lo que tenía que ser y hacer. En una próxima edición continuaré la historia hacia mi destino final: El Valle de Cochamó y las grandezas de sus montañas, una experiencia realmente extrema que hay que realizar con plena conciencia de lo increíble que nos puede entregar la tierra. El desafío más grande en el que comencé a vencer el miedo al riesgo y la independencia.


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