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Salkantay Trek: una desafiante y espectacular alternativa al Camino inca

En apenas unos años, el Salkantay Trek se ha posicionado como una de las más espectaculares y exigentes rutas alternativas para llegar a Machu Picchu. Incrementando exponencialmente el flujo de visitantes que se atreven a desafiar este deslumbrante sendero incrustado en las entrañas de los Andes peruanos, que supone un verdadero viaje sensorial a través de biodiversos y milenarios ecosistemas.

Por Felipe Arias.

Perder a un soldado en el camino

Cargados con todo lo necesario para sobrevivir a la extenuante aventura que se nos venía por delante, y con la libertad de ir de manera independiente, sin haber contratado ningún tour ni guía; comenzamos el emblemático y desafiante trekking desde la pequeña y pintoresca plaza de Mollepata, la puerta de entrada de la ruta que se conecta con la  fortaleza inca de Machu Picchu.  

Para tres de los nuestros (Ana, Tamara, y Sebastián), esta correspondía a su primera experiencia realizando senderismo. Una locura considerando que la expedición implicaba más de 70 kilómetros por recorrer, con una altimetría que sobrepasa los 4.600 m.s.n.m, además de una carga importante de peso a cuestas. Ante este panorama, la responsabilidad del grupo corría por cuenta de Avinoam, un atlético y entrañable soldado israelí, con vasta experiencia en trekkings de largo aliento.

Contra todo pronóstico, y en apenas tres kilómetros recorridos, pasamos súbitamente del júbilo a la preocupación. Seba había decidido detenerse, agobiado por las empinadas pendientes, el intenso calor, y por lo incómodo que le resultaba cargar la artesanal mochila que él mismo confeccionó. 

–Nunca he dejado un soldado abandonado- exclamó Avi al percatarse de que nuestro amigo no llegaba tras unos 15 minutos de espera. Lamentablemente, sus esfuerzos por traerlo de vuelta fueron infructuosos.

Con apenas cuatro horas de luz por delante, apuramos nuestra marcha para escoger el sitio perfecto donde desplegar nuestro campamento. Luego de seis kilómetros cuesta arriba, arribamos al mirador Chinchirkuma, empinado por sobre los 3.800 m.s.n.m. Al ver la extraordinaria panorámica del nevado Humantay coloreado con intensos arreboles, no dudamos en quedarnos. Sentados alrededor del fuego, cenamos y teorizamos en torno a los posibles destinos de nuestro ausente compañero de ruta.



Libertad a orillas de la laguna

Amanecía en Mollepata y un océano de blanquecinas nubes cubría por completo el estremecedor y resquebrajado valle que en tiempos remotos fue utilizado por los incas como ruta comercial, así como lo testifican los vestigios de piedra de uno de sus senderos. Poco a poco, los primeros rayos del sol iban coloreando los nubarrones con tonos dorados y violáceos. Con aquel inmejorable despertar, partimos motivadísimos hacia Soraypampa, el pequeño e idílico pueblo de montaña desde donde se accede a la laguna Humantay.

El viento matinal soplaba fuerte, arrastrando furibundo polvo y piedras. La esperanza de que Seba estuviese aguardando por nosotros en Soraypampa, nos hizo apurar aún más nuestro tranco a través de la descendiente ruta de nueve kilómetros. Apenas llegamos, comenzamos a preguntar por él, sin embargo, nadie había visto al moreno y flacuchento muchacho de ojos rasgados.

Junto a un centenar de turistas emprendimos el lento ascenso por  la escarpada senda de 3,5 kilómetros de extensión, que en promedio demora una hora y quince minutos. Cualquier esfuerzo vale la pena al estar a los pies del despampanante glaciar que cuelga del nevado Humantay, desde donde se origina la imperdible laguna color turquesa, situada por sobre los 4.200 m.s.n.m.

Cuando comenzaba a caer la tarde, los bulliciosos grupos turísticos iniciaban su veloz tranco de vuelta. Quedándonos al poco rato completamente solos en aquel erosionado escenario. Sentados en primera fila, escuchamos el estremecedor sonido de los inexorables deshielos glaciares. Una sinfonía espectacular, pero que también nos invitaba a reflexionar sobre el calentamiento global, y la culpabilidad de nuestras destructivas acciones para con la naturaleza.

De vuelta en el pueblito, y cuando ya la luz era cada vez más escasa, emprendimos la búsqueda del sitio perfecto donde refugiarse de las bajas temperaturas que se avecinaban. Encontrando un protegido pastizal a la ribera de un río, desde el cual se podía observar una sublime panorámica de Humantay.



El diente de Avi

Tras un contundente desayuno, cargado de avena, granola y frutos secos, dimos inicio a una de las jornadas más duras y desafiantes de nuestra aventura. De inmediato, al salir de Soraympampa, el trayecto se fue volviendo cada vez más hostil y empinado; evidenciando que nuestro ascenso hacia las barbas del Apu Salkantay no sería nada fácil.

Uno de los tramos más escabrosos  del recorrido es el paso conocido como “Seven Snakes” o “Siete Serpientes”, dispuesto por un zigzagueante e intimidante pendiente de no más de un kilómetro de extensión, pero que pareciera nunca acabar. Implicando  un tremendo desgaste físico, sobre todo si vas con una carga de peso importante sobre tus espaldas. Anita fue la primera en sentir su rigor, teniendo que ser asistida por Avi, quien heroicamente cargó su mochila hasta culminar.

Concluida la subida, el valle de Salkantay se revela en toda su magnitud. Apreciándose a lo lejos las diminutas siluetas de los caballos que se enfilan a trepar por el serpenteante trayecto; cargando las provisiones de las decenas de turistas que han contratado el clásico tour de cuatro noches y cinco días. Al llegar al Abra Salkantay, el punto más alto del trekking (4.630 m.s.n.m), una espesa neblina amenazaba con cubrir todo a su paso, incluida la cima del imponente nevado. Con el riesgo de que se iniciara una eventual tormenta, nos dirigimos rápidamente en búsqueda de una pequeña  laguna glaciar, situada a menos de un kilómetro del Abra; arribando, por fortuna, minutos antes que la bruma la tapase por completo.

Bajo una creciente lluvia fuimos descendiendo hasta llegar al remoto pueblito de Huayracmachay, emplazado entre las montañas Tucarhuay y Salkantay. El chaparrón que se venía nos obligó a conseguir refugio con los trabajadores de un lodge, quienes amablemente nos ofrecieron un viejo cuarto de adobe. Mientras cenábamos a la luz de las linternas, Avinoam sintió que uno de sus dientes se desprendía.

–Se me cayó un diente- exclamó en perfecto español. Totalmente sorprendidos, no le creímos hasta que tomó la pieza dental con sus manos. Era uno de sus incisivos frontales. Bastó con que nos mostrara el nuevo look de su dentadura para que estalláramos en risa por horas.



Fotografiando con el alma

Saliendo de Huayracmachay, bordeando la bella ribera del río Lluskamayu, dejamos la abrupta zona alto-andina para adentrarnos cada vez más en la densa  y biodiversa sierra. Hogar de especies emblemáticas como el amenazado oso de anteojos (Tremarctos ornatus), el picaflor gigante (Patagona gigas) y la bella orquídea Wiñay Wayna (Epidendrum secundum), cuya existencia provendría de las lágrimas  derramadas por una  desdichada princesa inca, según narra una antigua leyenda indígena.

A tranco largo, apresurados por una  suave pero incesante llovizna, así como por las veloces y peligrosas cabalgatas de los caballos de carga, fuimos penetrando aún más en el frondoso e inexpugnable manto verde  de la sierra andina, hasta encontrar refugio en uno de los tantos campamentos que  se emplazan en  la ruta. En donde es posible abastecerse de víveres, bebidas y cervezas, además de contar con infraestructura más que preparada para albergar a los cientos de nómades visitantes. Contando con zonas de campings, cabañas e incluso lujosos domos.

Tras un par de kilómetros recorridos, dimos con el lugar perfecto para merendar y tomar un refrescante baño a orillas de un bello riachuelo. Mientras alistábamos nuestra comida, dos niños comenzaban a jugar en el agua, lanzando piedras y empujándose mutuamente. Al verlos, no dudé en acercarme para aprovechar de retratarlos. De un momento a otro, tras verme fotografiándolo, el más grande de ellos -quien padece síndrome de Down- cogió una roca, a fin de utilizarla como cámara  y desplegar una serie de disparos ante mis ojos. La ingenuidad y la sorprendente creatividad del pequeño muchacho de tez blanquecina y mirada profunda, se quedó grabada para siempre en el sensor de mis recuerdos. 



Con equipo completo hacia Aguas Calientes 

Bien temprano en la mañana, mientras desarmábamos nuestras carpas para continuar el sendero,  vimos a un flaco muchacho acercándose velozmente hacia nuestro paradero. Se trataba de ni más ni menos que de Seba, el hombre más buscado de todo Salkantay. Con un cálido abrazo grupal, le dimos la cordial bienvenida. –No sabes lo que tuve que pasar, hasta tuve que hacer un trueque de comida por gas. Pero nunca perdí la esperanza de encontrarlos- afirmó emocionado.

Con equipo completo, marchamos felices hacia nuestro objetivo final: arribar al pueblito de Aguas Calientes, localizado a un kilómetro de la entrada principal del Santuario Histórico de Machu Picchu.  Ascendiendo a través de las escalinatas de un camino incaico en el poblado cafetero de Lucmabamba, fuimos maravillándonos con la abrumadora belleza de su verdoso valle, coronado con un millar de blanquecinas nubes a baja altura. Pudiéndolo apreciar de mejor manera a bordo de los artesanales columpios de madera de un modesto camping. Impulsados por la ayuda de una pequeña niña de rasgos indígenas y sonrisa blanquecina, pudimos tocar  literalmente el cielo con nuestras manos.

–Quédense acá, a mí me encanta conversar con viajeros. Me podrían leer mi libro- nos dijo con ternura ante los gestos de beneplacencia de su madre.

A toda velocidad, bajo unos 35 sofocantes grados, comenzamos a reducir distancias; llegando tras casi 3 horas y media de caminata a Llactapata, donde aún persisten construcciones de gran valor arqueológico.

-Allí, frente a ustedes, se puede ver la cumbre del Huayna Picchu y la de Machu Picchu y parte de las construcciones incas. Unos pocos metros más allá se encuentra un peligroso camino  que se conecta directamente con el Santuario Histórico, pero que prácticamente ya nadie utiliza- explicaba un amable y joven poblador que encontramos sentado en una de las bancas del inolvidable mirador natural.



Bajando  abruptamente por las escarpadas laderas del boscoso sendero, dimos con el cauce del  Río Urubamba,  un cuerpo de agua nacido en lo alto de los Andes peruanos, y que es intervenido por la  Central Hidroeléctrica Machu Picchu. Luego de un merecido chapuzón, nos enfilamos hacia el tramo final de nuestro recorrido, que se iniciaba justamente en la estación de tren Hidroeléctrica, donde convergen  miles de visitantes que prefieren caminar bordeando la vía férrea hacia Aguas Calientes, en vez de costear los más de 100 dólares que cuesta un boleto de ida y vuelta desde Cusco.

El fuerte e inconfundible sonido de la alarma del tren alertaba de su inminente presencia, provocando nervios y expectación  en cada uno de los aventureros presentes. Con nuestras últimas provisiones energéticas, y tras completar cerca de 9 kilómetros a orillas de la línea del ferrocarril, arribamos exhaustos al Camping Municipal de Machu Picchu: nuestra parada final. Era tiempo de celebrar por nuestro compañerismo, agradecer  a la montaña por los días maravillosos que nos brindó, y de descansar  desde nuestra carpa mirando las complejas siluetas de Machu Picchu y sus alrededores. Ya nos podíamos declarar como auténticos sobrevivientes del Salkantay Trek, sin que ningún certificado o camiseta turística nos acredite.



Montaña sagrada 

El nevado Salkantay corresponde al pico más alto de la cordillera de Vilcabamba (6.271 m.s.n.m), una  pequeña cadena montañosa que se emplaza entre los departamentos de Apurímac y Cusco, a unos 260 kilómetros al noroeste de la ciudad imperial de los incas. Monte que hasta el día de hoy es considerado  un “Apu” (divinidad) para las poblaciones que viven bajo su resguardo, y cuyo nombre provendría de la unión entre las palabras quechuas “Salqa”, que significa salvaje; y “Antay”, que produce aludes.

De acuerdo a diferentes autores, la cosmovisión andina considera  a la naturaleza como un ser vivo que tiene alma propia. Siendo las montañas seres de culto, por su condición de proveedoras del vital elemento: el agua, la que emerge de los deshielos de los altivos nevados,  para luego seguir su curso y abastecer lagunas y ríos; regando en ese recorrido campos de pasturas naturales y terrenos agrícolas para el consumo animal. 

Así lo reafirma el historiador chileno Miguel Lecaros, quien ha investigado los vestigios incas en el valle del Mapocho.“Se establecieron vínculos estrechos entre las poblaciones humanas  de los habitantes del Tahuantinsuyu -nombre del imperio inca- y los sitios en altura, que eran sacralizados tanto espiritual como materialmente; para estrechar los vínculos con las divinidades, para pedir o agradecer por las buenas cosechas, o por la protección ante ciertos conflictos bélicos”, apunta.




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