Fue un viaje que nos marcó por el resto de nuestros días. El trekking con mi padre resultó ser la mejor instancia para disfrutar de la naturaleza, dar rienda suelta a conversaciones del alma y conocer un poco más sobre mi motivado y determinado viejo.
Por Tito Nazar.
Hace meses él venía hablando de hacer un viaje por la Carretera Austral. En camioneta, desde Punta Arenas hasta Puerto Montt eran más de 2000 K, lo que significaba un mes como mínimo durmiendo en carpa, pescando y trekkeando. Era un itinerario no muy cuadrado: si un lugar le parecía merecer más dedicación, se quedaría, pero si el lugar no le apetecía, seguiría hacia el siguiente destino. Yo lo escuchaba decir que lo haría…
Mi padre es un tipo bien peculiar. Quienes lo conocen saben que no miento si digo que es todo un personaje. Se casó a los 40 años y fue padre a los 41. Antes de formar familia, él hacía un viaje en solitario cada dos años y sólo se movía pescando, cazando y buceando. Algunas veces llegó hasta Arica durante estas travesías. Para mí es admirable que lo hiciera en solitario y en el contexto en el que se encontraba en sus tiempos: sin celular, sin GPS y por caminos en mal estado en su inmensa mayoría. Lo que se denomina un “camino malo”, solía ser un camino en muy buen estado para mi padre. Ya pronto a cumplir 75 años fue consciente de estar maquinando quizá su última aventura y terminó acumulando tantos KM como pudo.
Mi viejo tiene rasgos obsesivos, es un trabajador de la vieja escuela. Empezó desde abajo y con el tiempo, gracias a su desempeño y algo de fortuna, fue ascendiendo cargos. En tiempos de soltero siempre trabajó horas extras, sabía todo lo que pasaba en sus cargos y nada estaba fuera de su alcance. Llegaba tarde a casa para comer y leer de pie apoyando los codos sobre un canto de la mesa. Entre ellos ubicaba el libro de turno, que no duraba más que un par de días para cambiarlo a otro. Se tomaba un whisky de vez en cuando (su trago favorito) y después se iba a dormir para repetir la misma rutina al otro día. El hábito cambiaba solo cuando había algo que le moviera la sangre por las venas: la caza, la pesca o el buceo en algún lugar del Estrecho de Magallanes o por algún canal o río. Lo que él capturaba se lo comía, y si no, lo regalaba a sus queridos.
Mi viejo fue el que me enseñó a cazar, a pescar y a bucear. Fue él quien me enseñó a pasar hambre en el campo; el que me hizo caminar kilómetros en busca de la trucha perfecta; el que me sacó para perdernos en el bosque sólo guiados con la luz de la luna llena; el que metió la camioneta a la orilla del mar para llegar al río San Pedro en Magallanes cuando el camino no estaba marcado aún. El que iba al bosque sin comentar nunca lo lindo del paisaje, lo rico del olor de las pasturas, ni lo agradable del fuego cuando estábamos completamente mojados después de una tormenta en Tierra del Fuego.
Mi viejo, el hombre innatamente ligado a la naturaleza conoció en la infancia a quien es todavía su compadre, con quien pasaría hambre, frío y acumularía una colección de palizas por parte de mi nonna por irse todo el fin de semana al cerro. Ahí pasaban el tiempo durmiendo junto a una fogata para levantarse al amanecer y seguir en la exploración de caza de conejos o de cualquier animal que se comiera. Si no encontraba nada para cazar con su compadre, robaban cebollas de los patios de la gente con campo.El viejo, que ya más grande pudo comprarse un equipo de buceo y vivir del mar, fue un hombre curtido por el destino, y por opción siempre estuvo enlazado a los bosques y al mar. Formó un carácter guerrero, duro e implacable. También sería el hombre que cambiaría su estilo de vida al tener una familia. No solo tenía un espíritu libre, también tenía la responsabilidad como estandarte en sus lemas de vida.
Este hombre de carácter vigoroso y con un nivel cultural poco visto, es ciertamente un tipo atractivo para quien tiene la oportunidad de lidiar con él. Muchas veces, en situación de hambre, frío o sufrimiento se me viene mi padre a la mente y la inspiración para salir adelante sobra. Nunca me he quebrado en situaciones complicadas y sé que esta inspiración me hace ser más agudo y tener la mente más brillante.
Hay gente que es muy determinada. Uno puede ser testigo de cómo tales proyectos toman forma con estas personas. Por mi parte soy un tipo que planea pero más que todo desea. Muchas veces presencio cómo el universo me ayuda a que ciertas cosas que deseo se conjuguen en un baile casi imperceptible que conlleva a que pasen. Yo no creo en las coincidencias y elijo creer que quien desea suficientemente, hace que las cosas pasen. Luego algunas piezas se van acomodando y formando lo que algunos llaman destino.
Por motivos infinitos me decido a pedir días sin goce de sueldo (ahorrando dinero previamente) por casi un mes y medio. En mi trabajo accedieron a mi petición y así raudo llamé al viejo para decirle que no irá solo a su travesía.
Mientras llamaba por teléfono mi espíritu completo palpitaba al son de la proyección que suscitaba saber que estaría un mes non-stop con mi querido viejo. Un viaje de ese calibre para mí sería intenso, mágico, y muy revelador para entender a mi padre en muchas facetas.
Volé a casa algunos días antes del comienzo. Cuando estábamos planeando todo, el viejo me dijo con emoción que haríamos muchas fogatas para disfrutar las noches. Le dije que ahora, en las áreas protegidas, no se puede hacer fuego y que era muy poco viable que eso se pudiera hacer. En ese momento se le rompió el corazón un poco.
Fuimos en su camioneta con pocos KM de uso pero llevamos su cocinilla Primus que tiene hace más de 40 años y el set de ollas con el que he comido toda mi vida cuando íbamos de campo. Llevamos cuchillos de hace más de 20 años, un set de cubiertos y jarros antiguos, mucho vino para regalar, además del equipo de trekking, las cañas de pescar y un cooler para la mantequilla y ese tipo de cosas.
Para el 17 de enero ya estábamos en el P. N. T. del Paine. Mi viejo siempre fue el líder de decisiones, pero ahora estaba yo más maduro, más zorro y él más plácido y contemplador. Como tengo experiencia en senderos intenté no forzarlo como lo hacíamos hace 10 años. Sí, mi viejo con 75 años fue capaz de cargar 18 Kilos de mochila y subir un cerro sin mucha dificultad. Viene de la vieja escuela. Es de esos que hoy están en extinción, que parecen un mito. Mis hijos creerán que estoy mintiendo.

Hicimos el Valle del Francés y la Base Torres. Mi padre era un rockstar viviente. Todos le daban el paso en los senderos y le metían conversa a este hombre mayor que iba con polera musculosa bajo el calor ardiente. Él no hablaba mucho porque siempre fue como un caballo de carreras: llegar a la meta siempre sería el norte y mientras tanto es mejor no perder tiempo. Un alpino innato. Otras personas se miraban en shock cuando contemplaban a un hombre de tal edad metido en esos lugares y moviéndose tan bien. Algunos le gritaban que esperaban llegar así cuando tuvieran su edad. El viejo hizo los treks en el tiempo (y en menor lapso incluso) que lo estimado en los mapas. Aunque es una máquina que debe fumar antes de hacer cualquier actividad, le puso más duro que muchos por ahí.
Decidimos omitir El Calafate, pues mi padre ya había visto el glaciar Perito Moreno manejando su camioneta Chevrolet Silverado del ́70 hasta el mismo borde del Lago Argentino. Hoy se usan pasarelas para llegar y de la magia que él evidenció, poco queda.
Entonces nos fuimos derecho al lugar de mis amores: El Chaltén. Allá hicimos el mirador del Cerro Torre, pero por motivos de lluvia, el del Fitz Roy no. Elegí hacerlo corriendo de todas formas, pasadas las 15 horas y a pesar del clima. Mi suerte (no creo en la suerte y prueba de ello es esto), sería tal, que la nubosidad se abrió cuando estaba llegando a los pies del cerro. Con emoción empalmé tal sendero con el Agostini (Lago Torre) y bajé al pueblo sediento por una cerveza. Mi sentir fue profundo. Además, tantas horas en el cerro me permitían hacer muchos kilómetros en poco tiempo. Fue una tarde llena de emociones.
Como llovía fuimos a un restaurant a buscar comida para llevar. El viejo eligió una cazuela de cordero. Corrimos a la carpa, y él, tirado en el vestíbulo y recostado de lado sobre su codo empezó a comerse el plato. Estaba tan, pero tan feliz comiendo. Decía que era la mejor cazuela de cordero que jamás había probado. Lo filmé y le tomé unas fotos a escondidas comiendo en esa posición tan absurda. No recuerdo lo que yo comí, pero se me empapan los ojos al recordar a mi querido padre tan contento, con un plato de plástico comiendo la mejor cazuela de cordero en el toldo de la carpa, allí bajo la lluvia. La vida es maravillosa cuando la felicidad de los que quieres te hace feliz.
No logro dejar de amar a Chaltén y a sus agujas. Cuando llega el momento de despedirse, nunca me quiero ir. En fin. Devuelta a Chile. Entramos por Cochrane y bajamos al final de la Carretera Austral: Villa O ́ higgins. Desde allí sería solo un viaje hacia el norte.

Mi padre y yo somos tipos muy curiosos. En aquella oportunidad preguntamos mucho sobre Hidroaysén. También preguntamos a los locales por qué no había tanto pescado para comprar en Caleta Tortel. Hablamos con los baquianos el por qué no hay carne a la venta en Cochrane. Además preguntamos por qué no siembran cosas para comer siendo una tierra tan fértil, y también hablamos mucho sobre Douglas Tompkins.
Reflexionamos largamente con mi padre que no es lo mismo ser turista que viajero: El turista llega, toma fotos y se va del lugar, es básicamente una persona antes del viaje con un nivel de estrés determinado que puede mantenerse. Se trata solo de una persona que salió de la rutina con algo de distracción acumulada. El viajero, en cambio, toma tiempo, conversa, se instruye e intenta ir a un compás más natural para entender la fenomenología del lugar que visita, integrándose a su ser, volviendo a casa con un saber aumentado y con un estrés más basal.
En Villa O´higgins recogimos a dos franceses que personalmente no quería llevar porque era un viaje padre-hijo. Con la intervención de terceros esa mística se perdería. Ambos habíamos acordamos que se trataría de eso, de enriquecernos ambos con nuestras vivencias. Pero nos quebramos y los llevamos. Hablaban pésimo español y para colmo olían mal. Acordamos no llevar nunca más a alguien, excepto gente local, pero no mochileros.
Toda la vida mi padre fue un tipo férreo, severo, pero amable si lidiaba con una persona justa. No hablaba en demasía pero ahora, anciano, habla todo el día. Le hablaba a todo el mundo y muchas veces terminamos conviviendo y compartiendo mate con locales después de pescar en algún cause.
En Caleta Tortel mi padre se puso a hablar “spanglish” con una chica. Mientras él hablaba yo terminaba de armar la carpa o dejar las colchonetas infladas. En un momento, la joven de ojos azules y cabello rubio ondulado se me acercó y me dijo “Tu padre dice me pueden llevar a Coyhaiqui”. Yo me encogí de hombros y le dije: “Bueno, él es el dueño de la camioneta, si él dice que sí, OK., vamos”. Así es como llevamos un mochilero más con nosotros. Ella era Terra, una persona sensible, maravillosa y llena de habilidades que iban desde cambiar ruedas de auto hasta hacer desayunos formidables o entablar conversaciones elevadas. Gracias a mi padre terminé conociendo a una persona que me marcaría hasta el día de hoy, abriéndome horizontes que para mí era inamovibles.
En Río Tranquilo pagamos un bote a las 7 AM para ver la Catedral de Mármol. Ver el amanecer en esas rocas y sin gente fue para mí un momento que no olvidaré jamás. Mis emociones fueron muy fuertes en esa jornada. Al otro día pasaríamos a conocer el fantástico Cerro Castillo, comer carne a lo pobre y seguir hacia el norte.
Llegamos por fin a Coyhaique. Lugar donde nos despedimos de Terra. En esos momentos nos percatamos que se había formado un lazo de mucho cariño. Después nos fuimos a Puerto Aysén y Chacabuco para recordar viejos tiempos. Habíamos vivido allí tres años cuando yo apenas era un niño y cuando mi hermana estaba aún en el jardín.
Por ahí nos tocó un trek muy simple de 1.5 horas hacia Bosque Mágico para admirar un glaciar precioso. Mi padre se cayó al río y se mojó hasta las canillas. Para rematar comenzó a llover fuertemente mientras contemplabamos la masa de hielo imponente.
Noche en Puyuhuapi. Aquí comimos salmón con papas fritas en un local donde el techo casi me tocaba la nuca (y eso que mido 1,70). Luego haríamos una parada por las Termas del Amarillo y otra por Pumalín; un maravilloso parque donde la gente siempre dice que es el mejor de todos los circuitos.
En Chaitén comimos delicioso y recorrimos el pueblo arrasado por el volcán Calbuco. Si te alejas del centro y vas hacia el área del río, verás casas de dos pisos enterradas casi hasta la mitad con un polvillo blanco que aún es empujado por las frecuentes rachas de viento de la localidad. El viejo y yo contemplamos el pueblo y el volcán en el horizonte. En esa oportunidad reflexionamos sobre el empuje y determinación que debe tener la gente local y de los colonos para vivir en lugares que hasta hoy no son fáciles de llevar ¡Que poco sabemos sobre la dura dura vida fuera de la urbe!

En Temuco los padres de mi mejor amigo (al que conozco desde los 2 años) sucedía que vivían muy cerca. Pasamos a visitar a las personas más cálidas que jamás haya visto el planeta: mi tía Any y mi tío Alex. Pasar un par de noches en casa de amigos que viven ahora en su soñado campo en el pueblo de los Laureles fue perfecto para sentirse querido y renovado luego de tantos días durmiendo en carpa , manejando, cocinando y haciendo todo desde una camioneta.
¿Has sentido dicha al estar con gente que conoces y que cada vez que los ves, sabes que será motivo de regocijo? En mi corazón no cabe tanto agradecimiento a la vida por habernos dado a los mejores vecinos y a su hijo a Gonzalo, el hermano que nunca tuve. Los quiero tanto. Mi padre y yo nos fuimos inmensamente conmovidos por el cariño y la calidez. En la camioneta nos tomamos los hombros el uno al otro y agradecimos a la vida por sentirnos tan bienvenidos. La vida es siempre conmovedora, sólo hay que vivir el momento y mirar en todas direcciones. Los motivos para estar agradecido sobran.
Nuestra idea era lograr llegar a Santiago para saludar a mi nonna por sus 100 años. Pero eso significaba que me quedaría en Santiago, mientras que mi padre iba a volver 3.000K para Magallanes. Pero lo terminé convenciendo que era mejor volver y cerrar el ciclo del viaje juntos.
El regreso a Punta Arenas fue ágil y sin novedades. Recuerdo que manejamos muchas horas sólo para llegar lo antes posible a casa y así estar un rato con la vieja. Logramos que yo pasara mi cumpleaños con ellos y mi hermana. Hacía años que no nos veíamos todos. Comimos torta de galletas (la torta clásica de magallánicos) y papas rellenas hechas por la esposa del compadre de mi viejo.
Dios estuvo metido entre las rocas de granito y caliza, y en los árboles incrustados en la roca vertical creciendo como si fuera la tierra más plana del mundo. Vimos esas vegetaciones verdes, sentimos caer gotas gigantes de lluvia que lavaban con olores campestres todo lo que tocaba. Vimos el río Baker serpenteando con ese inmenso caudal que da la vida más fructífera que la Patagonia puede entregar.
En estos 6 mil K manejados con mi padre jugamos a pescar, caminar, tomar litros de cerveza, comer, reír y pelear. Vivimos cosas profundas que solo ahí se hubieran experimentado. Pasar horas sentados en un vehículo entrega instancias para dar rienda suelta a conversaciones íntimas. Terminé conociendo crónicas divertidas del pasado de mi padre, historias y apreciaciones sinceras de temas polémicos, así como también conversaciones preciosas relativas al alma y al corazón.
Creo, sin haberle preguntado, que este viaje marcó preciosamente a mi padre por el resto de sus días, así como la marca labrada en mí dejó huellas que forjarán caminos que aún no puedo vaticinar. Parece que el destino existiera en una sinfonía que colecta lo mejor del pasado, para llevarlo al presente y luego crear las mejores memorias para el futuro.
Si tienes la oportunidad de hacer un viaje así, quizá desde Santiago hasta Puerto Montt por la costa o el interior, o quizá desde Arica hasta Santiago, no puedo más que invitarte a hacerlo.
Algunos secretos que te puedo compartir: la clave es que deben ser muchos días, ojalá por tierra, en un auto. Quizá un viaje en bicicleta también es posible. Me consta al haber hecho un viaje de un mes con mi amigo Gonzalo. Un proyecto así, al final de todo, se transformará en una real y enriquecedora experiencia de vida que con el tiempo moldearán tu carácter y te abrirán nuevas ventanas hacia el conocimiento de ti mismo y el mundo.

-Al final, ¿cuánto crece un árbol?
-Todo lo que puede.
-Entonces, ¿Por qué tú no?