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El Polo Sur: una aventura personal

“Cuando era muy joven tuve un sueño y me prometí a mi mismo que lo haría realidad. Algún día iría a la región de hielo y nieve y continuaría hasta llegar a uno de los polos de la Tierra, al final del eje sobre el que gira esta gran bola redonda”,  Sir Ernest Shackleton.

Texto y fotos por Olga Mallo.

“Asegurarse los cinturones, estamos prontos a aterrizar en el Polo Sur”, se escucha por los parlantes la voz del comandante Jim Haffey. Pronto los esquíes del renovado avión DC-3 se posan suavemente sobre la blanca meseta polar. Sin las peripecias vividas por los exploradores de la era dorada de la exploración antártica a principios del siglo pasado, y en el cómodo asiento de esta aeronave, he llegado al punto más austral de nuestro planeta.

Los once pasajeros que viajamos en este vuelo, más los tres tripulantes, debemos ponernos las dos últimas capas de abrigo antes de que abran la puerta. Por mi ventanilla ya he podido observar que el sol brilla en todo su esplendor  y aunque en términos estadísticos es un magnífico y “cálido” día de verano, el termómetro marca 15 grados bajo cero que causarían estragos en nuestros cuerpos sin las cuatro capas requeridas como mínimo. Además el médico que nos acompaña y que es parte del equipo profesional de la empresa a cargo de la logística del viaje, nos previene respecto a la posibilidad de sufrir mal de altura, pues el Polo Sur, aunque parezca una planicie eterna, se encuentra a 2.800 metros sobre el nivel del mar.

Estamos pronto listos para bajar y la emoción se traduce en el nudo en la garganta y los latidos acelerados de cuando se está a punto de cumplir un sueño. Afuera espera una sonriente Hanna McKeand, anfitriona aquí en el fin del mundo y jefa de campamento de Antarctic Logistics & Expeditions (ALE), la ya mencionada empresa que organiza estos viajes y por la que he sido invitada. Luego de las recomendaciones dadas por Hanna, nos dirigimos al codiciado Polo Ceremonial, esta especie de mágica bola de cristal que refleja no solo nuestra imagen sino el blanco escenario que se extiende detrás y el medio circulo de 12 banderas que lo rodean. Estas pertenecen a los estados que en 1959 firmaron el Tratado Antártico original, pues aunque no hay milímetro de este continente que pertenezca a un país en específico, bajo las reglas de este tratado, la Antártida “es una reserva natural perteneciente a todo el planeta y consagrada a preservar la paz y desarrollar proyectos científicos”.



La foto junto a este hito ceremonial es de rigor y la creatividad fluye para lograr la imagen más impactante en las redes sociales. Yo debo esperar. Una importante reunión familiar tendría lugar alrededor de la famosa esfera aquella tarde.

En el vuelo desde Glaciar Unión viajaban conmigo Rose, Matthew y Barbara, quienes venían a un emotivo encuentro con el resto de la familia que había llegado al Polo el día anterior. Pero los Edwards-Smith no son una familia corriente. Guiados por el explorador británico David Hampleman-Adams, el grupo compuesto por Steve, marido de Rose, y las hijas de 15 y 20 años de ambos, llegaron esquiando. Por dos semanas tiraron de sus trineos con carpas y provisiones hasta completar el segmento llamado “último grado”, denominación dada en el mundo polar a los 111 kilómetros que comprenden la latitud desde el paralelo 89 hasta el 90, donde todo termina o donde todo comienza, según se le quiera ver: el Polo Sur. Seis meses antes la cita familiar había sido en el otro extremo del planeta, en el Polo Norte, por lo que ahora lograban el récord de congregar a la persona más anciana, Barbara Smith (89 años), y la más joven, su nieta Mimi Edwards (15 años), que jamás hayan pisado los dos ejes del planeta. 

Matthew,  orgulloso novio de Beatrice, la hija mayor de esta activa familia inglesa, los acompaña en la foto donde todos sonrientes y emocionados posan tras el poste ceremonial después de que un grupo de empresarios chinos que venían también en el avión, han terminado con la sesión correspondiente. Luego será mi turno. Nuestra visita debe durar alrededor de tres horas, tenemos que regresar al campamento base de ALE en Glaciar Unión. Ese es el trato.



Al principio ese tiempo parece excesivo para un lugar que en la primera impresión se siente bastante exiguo. Aparte de dos hitos para fotografías existe una base científica estadounidense que generalmente no es posible visitar además de la base de ALE en el Polo para los clientes que eligen la opción del tour “overnight“. Sin embargo, las tres horas pasan volando.

Tenemos la fortuna de que un par de científicos de la base Amundsen Scott de los Estados Unidos, cuentan con un día relajado y deciden mostrarnos el gigantesco bunker con aires de refugio para sobrevivientes de un holocausto nuclear. Seguro es el lugar donde uno quisiera estar si el resto del mundo desaparece, pues las posibilidades de salvarse y tener una vida medianamente entretenida podrían ser altas aquí.

Al salir me dirijo al Polo Sur Geográfico, donde está realmente el punto (porque sí, es un punto) más austral de la Tierra. Son pocos metros, pero las cuatro capas de ropa hacen la caminata lenta y la distancia se siente más larga de lo que realmente es. El sol deslumbra y las antiparras son indispensables, no bastan los anteojos, aquí en el Polo en un día como este, el reflejo de la luz solar en la nieve quema. Me he puesto también en las manos dentro de los guantes, un descubrimiento que no dejaría de usar ni un solo día de los diez que pasé en la Antártida: el calentador de manos. Es un sachet desechable que contiene una solución química que libera calor a medida que se cristaliza. Sin duda un gran invento.

En estas latitudes la diferencia entre disfrutar o pasarlo mal tiene que ver mucho con tener la ropa y el equipo adecuado, y con la tecnología que existe hoy en los materiales con que estos se fabrican, el frío no es tema. Sin embargo, más de un minuto sin un guante para sacar una foto o para subir un cierre y la piel expuesta correrá peligro. Para eso también existen hoy guantes que permiten manipular celulares y cámaras con ellos puestos.

Esa tarde la temperatura disminuyó a 20 grados bajo cero y mientras camino al Polo Geográfico, pienso en Roald Amundsen y en Robert F. Scott que hace más de un siglo recorrieron miles de kilómetros sobre este continente bello pero despiadado para llegar aquí. No contaban con ninguna de las comodidades ni los avances que tenemos hoy. Leo los mensajes que ambos dejaron aquí al llegar. Están escritos en el letrero que indica el Polo Geográfico y silenciosamente les rindo homenaje. Al lado, está la  placa metálica diseñada durante el invierno por científicos de la base estadounidense para marcar la ubicación exacta del Polo y que cada primero de enero será reemplazada debido al movimiento de la capa de hielo antártico que cubre la masa terrestre y que aleja cada año el símbolo del punto de rotación de la Tierra. Este rito se lleva a cabo desde 1959 y las cincuenta y ocho placas de años anteriores son exhibidas en vitrinas dentro de la base científica que visitamos momentos antes.

Doy luego la tradicional vuelta alrededor del mundo en medio minuto, pues allí donde se encuentra la placa de metal se reúnen todos los husos horarios y basta con un rápido giro a su alrededor para lograrlo. Antes de regresar al avión, Hanna me lleva en su moto de nieve a visitar el campamento de Antarctic Logistics & Expeditions que se encuentra a unos 500 metros del Polo mismo. Consiste en diez carpas con capacidad para dos personas con camas, velador, calefacción y lo suficientemente altas para caminar dentro, además de la carpa lounge y comedor donde Patricio, chef chileno, ofrece exquisiteces dignas de restaurantes de varios tenedores. En esta ocasión solo acepto un té pues debo tomar mi vuelo a Glaciar Unión.

En el viaje de regreso, que durará poco más de cuatro horas, el capitán Jim me permite visitar su cabina y la vista es sobrecogedora. En el horizonte se ven los picos nevados de la cordillera Thiel, único evento que rompe la planicie antártica en la ruta al Polo y el sol que, a pesar de ser las nueve de la noche sigue en lo alto, ilumina el azul y blanco del hielo y la nieve polares. Faltan tres días para el solsticio de verano, el sol no se pone en la Antártica en esta época del año. En la cabina de pasajeros la mayoría duerme, incluidos los miembros de la familia Edwards-Smith quienes después de este reencuentro planean regresar en el primer vuelo desde Glaciar Unión a Punta Arenas y de ahí a su hogar en el Reino Unido.



Le pregunto a Barbara, la abuela de 89 años, en un momento durante el vuelo qué significa para ella este récord: “Para mí lo importante es hacer cosas en familia, sea un picnic o venir al Polo. El récord fue una excusa para compartir esta experiencia con mis nietas”. Cuando aterrizamos sobre la nieve de Glaciar Unión, ella baja sin ayuda y solo al caminar sobre el terreno resbaladizo hacia el campamento, se apoya en el brazo de su hija Rose. Barbara sería uno de los personajes más admirables que encontré aquí en el continente blanco.

Apenas esa mañana habíamos despegado hacia el Polo Sur, sin embargo ahora al regresar al campamento de ALE tenía la sensación de haber estado alejada de esta “civilización” por días, de alguna manera era como haber sido succionados a una dimensión desconocida o haber visitado un universo paralelo. Al mismo tiempo, solamente 24 horas horas antes habíamos aterrizado en la pista de hielo azul que la empresa ALE construyó sobre el Glaciar Unión; glaciar que también acoge al campamento principal de la compañía, que tiene sus oficinas en Utah, Estados Unidos y otra en Punta Arenas, Chile, ciudad donde abordamos la titánica aeronave rusa con doble cabina que nos transportó: el Illushyn 76.

Cuando hablo de civilización aquí en el interior de la Antártida, hablo de un mundo casi de ciencia ficción creado por ALE. Imagino que una base en Marte funcionaria parecido. Eficiente a pesar de lo remoto. Edificaciones de un piso construidas en Salt Lake City y armadas aquí incluyen un centro de operaciones donde se toman las decisiones en conjunto con los managers que están en el mundo “exterior” (Houston, ¿me escucha?), una oficina de comunicaciones con modernos sistemas para estar siempre conectados,  poder llamar vuelos y observar satélites que registran grietas y terrenos como apoyo a las numerosas expediciones a las que ALE presta logística, una oficina de meteorología que funciona en base a varias estaciones climáticas instaladas por la empresa, un centro médico que cuenta no solo con un vasto stock medicinal sino con dos médicos a tiempo completo, varias instalaciones de baños con un sistema que permite llevar todo desecho humano de regreso a Punta Arenas, una flota de vehículos de varias tracciones en sus gigantescas ruedas, naranjos en su mayoría para contrastar con el blanco fulgor del paisaje y que pude imaginar sin esfuerzo en una película de Ridley Scott. Hasta cabinas telefónicas hay, para hablar por teléfono satelital si usted no ha traído su propio aparato.

Al llegar desde el Polo nos espera una comida preparada por Nestor, un magnífico chef de Indonesia que prepara el buffet de cada noche. Hemos llegado cuando ya se ha terminado la hora oficial de la cena por lo que es un menú especial que todos disfrutamos con entusiasmo compartiendo además las emociones de haber estado en el verdadero fin del mundo.



Fuimos afortunados pues no debimos esperar y logramos ir al día siguiente de haber llegado a Glaciar Unión. Corre la noticia esa noche que pocos momentos después de nosotros haber despegado, una inclemente tormenta llegó al Polo y no habrá vuelos por varios días, lo que suele ocurrir con frecuencia. Cuando se viene por estos rumbos hay que armarse de paciencia, disponer de tiempo y  contar con flexibilidad y en los briefing previos al viaje, la compañía hace hincapié en ello. Lo único que ALE promete es que nadie se quedará sin haber cumplido el programa que compró, puede que demore por condiciones climáticas pero se cumplirá el objetivo por el que cada uno vino al continente blanco.

Al día siguiente nos celebrarán con una comida por el logro de haber llegado al Polo Sur y recibiremos un certificado. Por mi parte no lo considero un éxito personal, me subí a un avión, aterricé allí, tomé cientos de fotos, me timbraron el pasaporte y gocé. Me da algo de pudor recibir ese diploma cuando pienso que mientras nosotros estamos aquí degustando una deliciosa comida gourmet preparada por otra de las chefs, esta vez una estadounidense llamada Charlie y disfrutando unas copas de Dom Perignon que David Hampleman-Adams, el guía polar de los Edward-Smith, amablemente ha compartido con el grupo, en alguna parte aún más remota del continente, dos hombres luchan por ser el primer ser humano en cruzar la Antártida de costa a costa. Llevan más de un mes esquiando, sorteando grietas, tirando de sus pesados trineos conteniendo alimentos deshidratados y carpas para pasar la noche en medio de fuertes tormentas.

El estadounidense Colin O’ Brady (34) llevaba dos días de ventaja al Británico, miembro de los Reales Servicios Aéreos Especiales (SAS) Louis Rudd (49), en una carrera polar que terminó luego de 56 días cuando O’ Brady llegó a destino una semana después de nuestra cena de celebración y que provocó fuertes polémicas en los círculos especializados. Que no eran los primeros, decían. Que no habían comenzado en la costa sino sobre la capa de hielo. Que no iban sin apoyo como proclamaban pues contaban con ayuda logística. Que iban sobre rutas ya probadas. Desencadenando una discusión sobre el significado de la exploración antártica en el siglo 21 que no deja de ser interesante. Pero las aventuras son siempre personales y relativas. Yo viví la mía al quinto día de mi estadía en el campamento base. Mi plan original era ir por seis, pero el tiempo se echó a perder el cuarto día para no recuperarse.

Era difícil distinguir suelo y cielo, todo era de un blanco – gris uniforme, comenzó a nevar a menudo en un continente que es el desierto más árido del mundo y donde las precipitaciones son escasas pero que sin embargo esta temporada experimentó el verano más crudo en décadas. No había posibilidad de un vuelo de regreso a corto plazo. Cuando escuché a Carolyn Bailey, la guest manager, anunciar oficialmente a los ochenta pasajeros que esperábamos salir en el próximo vuelo hacia Punta Arenas que el pronóstico de meteorología indicaba mal tiempo por varios días, tomé una decisión que había postergado: tomaría una ducha. 

El cobertizo de las duchas está siempre calefaccionado y con temperatura perfecta. Consiste en tres cubículos y un lavabo de donde sale agua extremadamente caliente. Las instrucciones para usar estas instalaciones nos dieron en el tour de bienvenida y me parecieron en su momento tan arduas de llevar a cabo como llegar al Polo esquiando, por lo que había decidido que por seis días resistiría a punta de champú seco y toallas húmedas. No obstante, debido a la demora anunciada y luego de oír los consejos de algunas de las chicas que trabajan para ALE, cuyas radiantes cabelleras eran envidiables, me atreví. Se llena un balde hasta la mitad con agua caliente de la cañería, luego en un contenedor se pone nieve que hay acumulada fuera del cobertizo y se va poniendo nieve en el balde hasta que el agua quede de una temperatura agradable y se entra a uno de los cubículos. Una manguera conectada con la ducha se pone dentro del balde y listo. Mi temor más grande, que se acabara el agua y yo estuviera aún con la cabeza llena de espuma, se esfumó al mirar el balde una vez enjuagado el champú y acondicionador y ver que aún quedaba más de la mitad del agua. No sólo estaba limpia otra vez sino que había aprendido una lección que he traído a mi vida fuera de la Antártida: corta el agua mientras te aplicas productos y necesitarás sólo el equivalente a medio balde. Esa noche sentí como solía sentirme con un vestido nuevo. Son los placeres que te da salir de tu zona de confort.



Los días pasan rápido en Glaciar Unión. La rutina cada mañana es salir del saco de dormir para 40 grados bajo cero, usar la pee bottle con la que poco a poco adquiero más habilidad, toallitas húmedas, lavado de dientes con nieve que tomo de fuera de la carpa, ponerme las tres capas usualmente necesarias para ir a la intemperie más gorro, guantes y antiparras. Cada una de las carpas para clientes de ALE tiene asignado un nombre, estos corresponden a héroes antárticos. La mía está dedicada a Filchner, un explorador alemán. Ha nevado tanto estos últimos días que mis botas lunares (así se llama el calzado obligatorio para sobrevivir sin congelamiento en los pies por estos lados) se hunden completas en la nieve durante mi caminata de doscientos metros hacia la carpa comedor llamada Fram, en honor al barco del noruego Amundsen, donde se sirve el desayuno estilo buffet hasta las nueve. En una pizarra de la Fram estarán escritas las actividades organizadas para cada día. Estas incluirán visitas a formaciones geológicas con nombres como Elephant Head o Ice Wall, excursiones de esquí randonee, paseos en moto de nieve, caminatas por los alrededores que serán siempre guiadas por el peligro de grietas, charlas de expertos sobre diversos temas antárticos y se anunciarán también en la pizarra las noches de trivia en que se formarán equipos entre los más de 150 habitantes temporales de esta pequeña villa que hemos conformado durante esta espera antártica. Más de veinte nacionalidades se reúnen como promedio cada temporada en el campamento de ALE entre el personal y los clientes. Cada uno ha venido a cumplir su propio sueño. Hay varios montañistas, expedicionarios que han esquiado diferentes porciones de este continente helado, grupos que han venido a acampar junto a los pingüinos emperadores de la bahía Gould, seis paracaidistas esperando poder descender sobre Glaciar Unión apenas el cielo despeje, otros vinieron a vivir el lujo antártico en el nuevo campamento de ALE en Tres Glaciares, algunos como yo soñaban con pisar el Polo Sur y otros simplemente quieren pasar unos días aquí en el campamento base disfrutando el hecho de estar en la latitud 79, en la Antártida profunda.

El día después de Navidad, cuando el mulled wine o “candola” ha ocasionado estragos en muchos, el cielo amanece por fin azul y reaparecen en su plenitud las imponentes montañas Ellsworth que hacen del campamento en Glaciar Unión un protegido valle. Día perfecto para tirarse en paracaídas y también para que aterrice el Illushyn. Temprano esa tarde los paracaidistas se suben a unos de los aviones Twin Otter de ALE y pronto los vemos caer grácilmente en la zona preparada con bengalas naranjas. Me dirijo al sector donde están las bicicletas de anchos neumáticos disponibles para los clientes y doy un último nostálgico recorrido. Luego debo empacar y llevar a etiquetar mi equipaje para que sea embarcado en el Illushyn. Todo está perfectamente organizado. No se ha descuidado ningún detalle. Esta empresa pionera que funciona desde 1985, cuando descubrieron un área de hielo azul donde construir una pista en que una aeronave con suficiente autonomía de vuelo pudiera aterrizar sobre ruedas y cambiaron la historia del turismo antártico, que hasta entonces estaba restringido a la costa de la península antártica. Comenzaron ese año ofreciendo apoyo logístico a escaladores que deseaban hacer cumbre en el Monte Vinson, el mas alto del continente, para luego, en 1988, llevar a cabo la primera expedición guiada desde la costa cercana al Mar de Weddell al Polo Sur. Hoy esa ruta es una de las tantas ofrecidas por ALE de Noviembre a Enero, meses en que operan por razones de luz y clima en el continente, además de brindar apoyo a operaciones científicas y colaborar con varios de los gobiernos que mantienen bases en la Antártida, haciendo de las consignas del tratado antártico una forma de trabajar.

El avión ha salido de Punta Arenas a las 6 de la tarde, anuncia Carolyn Bailey, es decir aterrizaría en Glaciar Unión cuatro horas más tarde. Cerca de medianoche, con un sol esplendoroso, subo a uno de los Caterpillar naranjos que nos lleva a la pista. Son ocho kilómetros que hacemos en aproximadamente 10 minutos. Miro por la ventana y entiendo la atracción de aquellos héroes legendarios por este lugar. Su silencio, su belleza de fiera dormida que en cualquier momento puede despertar, es como un canto de sirena, que ahuyentará a algunos y a otros nos hechiza para siempre. El Illushyn ya está posado sobre el hielo azul. Es hora de ser tragados por el gran pájaro y volver a la realidad. Somos ochenta a bordo más la tripulación rusa a cargo del experimentado capitán Vassily. Diversas culturas, diversas historias. Sin embargo, al subir a este avión que nos lleva de regreso compartimos una experiencia que será difícil de transmitir en el mundo exterior, será como un código secreto inscrito en nuestro ADN que de alguna manera nos unirá para siempre aunque sea lo único que muchos tendremos en común.




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