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El Ártico verde (Segunda parte)

Tras pasar por el Arctic Watch, en la edición anterior, nos dirigimos hacia el sur, siguiendo con nuestro viaje, ahora, en busca de caribús y de lobos árticos.

Por Olga Mallo. Fotos Nansen Weber.

El vuelo a nuestro próximo destino, Arctic Haven, fue el comienzo de esta nueva aventura. Despegamos desde la isla Sommerset a orillas del Northwest Passage y a menos de mil kilómetros del Polo Norte, y nos dirigimos hacia el sur.

Aterrizamos con el bimotor que nos transportó justo donde comienza la línea de árboles, donde termina el círculo polar ártico y empieza la zona templada norte en la provincia canadiense de Nunavut. El viaje demoró seis horas pero yo quería que continuara. La belleza deslumbraba cada vez que miraba por la ventana, con una gama de colores tierra y los témpanos flotando en un océano de un azul tan profundo que en ocasiones se tornaba turquesa. 

Hicimos dos escalas de combustible en remotas localidades Inuit, y finalmente, llegamos y fuimos recibidos por Josee, la matriarca de esta familia de exploradores cuya primera mitad ya conocimos en Arctic Watch, donde acabábamos de pasar una semana. Tessum, su hijo mayor, venía con nosotros en el avión junto a Joseph, el adolescente Inuit y su padre Sommi, que ya son parte de esta familia que ha hecho del ártico canadiense su hogar. 

Ya desde el aire, minutos antes de aterrizar, había observado el dramático cambio de paisaje: allá abajo había árboles. En pleno ártico, desde donde veníamos, solo crecían a raíz de suelo y tenían la apariencia de un liquen. El lodge de la familia Weber se encontraba en el cinturón donde éstos comenzaban a crecer, donde la desnuda tundra se tornaba un bosque de pinos bajos. 

Josee, que tiene su expediente propio de aventuras polares, nos esperaba con un té, ricos bocadillos y buena conversación. Nos mostró nuestra habitación, una especie de cabaña pareada muy  acogedora con baño privado y una magnifica ducha con agua caliente. Es más fácil tener estas instalaciones en Arctic Haven que, aunque remoto, es bastante más accesible por avión que su lodge hermano, el Arctic Watch. 

Venir a este lugar, alejado de cualquier asentamiento humano y de una belleza indescriptible, tenía dos principales objetivos: ver la migración del reno o caribús, y el otro, que era mi sueño desde niña, ver al lobo ártico. Mi obsesión con toda especie de lobo, tal vez sea por esa lealtad a la manada que los caracteriza y a esa belleza misteriosa e inalcanzable. Y ver al lobo de piel alba deambulando en su hábitat, me pareció una razón más que suficiente para querer tomar todos los aviones necesarios y cruzar medio planeta. 

Desgraciadamente, a la hora de comida, Josee nos dio malas noticias respecto al clima, pues un frente de lluvia se aproximaba y podía durar varios días, por lo que ir en busca de migraciones y lobos era imposible mientras durara el mal tiempo. Ambos avistamientos los haríamos desde un helicóptero y necesitábamos que el clima estuviera óptimo. No importaba, teníamos paciencia. No se podía venir a un lugar así con los días justos. A la naturaleza hay que darle tiempo.

Este lodge comenzó como un resort de pesca hasta que Richard Weber lo compró. Aquí, la pesca aún es una opción y el lago Ennadai, en cuya orilla esta Arctic Haven, alberga una población de gigantescas truchas. Algunos de nuestros compañeros de viaje tenían en sus planes proveer la cena alguna noche y traerla del lago, pero el viento se había sumado a la lluvia y esos planes también debieron esperar. 

Aquí, el terreno es plano, es tundra y hay posibilidades de ver osos negros. En caso de un encuentro cercano, se nos había dado instrucciones y un spray para osos (que básicamente era un aerosol que expele olor a ají). No debíamos correr, ni gritar y se debía retroceder lentamente en la dirección en la que se venía. No tuve la suerte del encuentro con un oso pero el paseo por el bosque después de tanto sin ver un árbol (acuérdense que venía del alto Ártico) era extremadamente placentero aunque me sentía como Gulliver en el país de los enanos, pues el pino más alto era del doble mi tamaño, o sea 1,70 metros. Eso porque aquí el suelo no les permite crecer más. Aún estábamos muy cerca de la tundra ártica en la latitud 60 grados norte. 

Siguieron dos días de lluvia y yo continué con mis caminatas para no engordar con la deliciosa comida gourmet de nuestro chef canadiense. Los postres eran obra de Josee, que no sólo es campeona canadiense de esquí de fondo, sino una magnifica repostera. 

Cada mañana, después del desayuno, veíamos algún documental sobre la fascinante historia Inuit que, de alguna manera, se parece a la de tantas tribus originarias alrededor del mundo que han sufrido con la llegada del colonizador. En el caso de los Inuits canadienses que habitaban las cercanías de Hudson Bay, en la misma provincia de Nunavut donde está Arctic Haven, fue el arribo de los peleteros, los cazadores de lobos que vendían  las pieles y usaban como mano de obra a los nativos, desarraigándolos de su hábitat, haciéndoles probar alcohol y violando a sus mujeres. Las historias tristes se suceden y me alegro que aún haya oportunidad para familias Inuit como la del pequeño  Joe y su padre, quienes habían venido con nosotros y quienes reciben apoyo, educación y trabajo de parte de los Weber. 

La tercera noche se despejó y había esperanzas realistas para el día siguiente. Esa noche había llegado Nick desde Yellowknife en el helicóptero. Todo estaba preparado en caso de poder sobrevolar en busca de caribús, lobos y más al día siguiente.

Cada noche antes de acostarnos debíamos anotarnos en una lista en caso de querer ver la aurora boreal. Por esta razón, un miembro del staff siempre queda de turno para avisar a los que se hayan apuntado e ir a tocarles la puerta. La aplicación de auroras boreales decía que había altas probabilidades esa noche, alrededor de la medianoche, por lo que hice esfuerzos por no dormir. A las 11 tocaron la puerta de mi cabaña. La aurora boreal estaba allí. A pesar de ser agosto, algo temprano para la usual temporada de auroras en Europa, en estas latitudes canadienses se pueden ver gran parte del año. Y ahí estaba: la luna llena reflejada sobre el lago y la danza de tenues luces verdes en el cielo, tenues al principio y más estridentes luego de una hora. Se pueden haber visto mil auroras pero siempre es excitante volver a verlas, y ésta, la tomé como un buen augurio. 

Los cielos amanecieron azules, el viento y la lluvia se habían marchado y el día estaba esplendoroso. 

Nick, el piloto, está tan entusiasmado como nosotros. Tenía muchas horas de vuelo pero nunca había ido tras migraciones de caribús. Para eso nos acompañaba Emily, una joven de Alberta que creció junto a un padre biólogo en el campo, era la guía ideal. Este era su hábitat, tenía ojo de lince y guió a Nick formando el equipo perfecto mientras atrás, íbamos tres expectantes pasajeros que a la voz del primer caribú sacábamos binoculares y cámaras. Yo filmé al principio con el teléfono pero decidí disfrutar después. 

El helicóptero dio vueltas buscando el mejor ángulo cada vez que veíamos un grupo de estos magníficos animales con sus impresionantes cuernos. Los grupos no eran muy grandes. Esta era la migración otoñal. El viaje se dirigía hacia el sur al terminar el verano, sin la premura de la migración que ocurría en abril, cuando las hembras caribú tienen la presión de llegar a la tundra a tiempo para alimentarse de musgos y líquenes antes que la tierra se caliente demasiado, y llegar a tiempo de parir. Correrán entonces en largas columnas, pasando a llevar árboles o atravesando la parte baja del lago, «justo frente al lodge», dijo Emily. 

Sin embargo, en esta época del año es diferente. Los caribús se toman las cosas con calma y la migración es más dispersa. Aun así, vimos varios grupos aunque nunca más de diez por manada, y varios corriendo o pastando en solitario. El procedimiento de observación fue el siguiente: sobrevolamos a una altura suficientemente baja para ver a las criaturas, pero lo bastante alta para no perturbarlos. 

Una vez localizados, Nick buscó un lugar adecuado para aterrizar, un espacio alejado debido al viento y al sonido producido por las hélices y el motor al descender. Ya sabíamos (o mejor dicho, Emily sabía) hacia donde dirigirnos para observarlos a una distancia prudente. El método era perfecto, ya que de otra manera, se podía estar por días en busca de los animales por barco o caminando en los bosques y jamás encontrarlos. El factor suerte siempre jugará un gran papel pero las probabilidades son mucho mayores desde el aire. 

Y fue así, en busca de caribús, que vi mi primer lobo: un punto blanco que corría a la velocidad de un rayo entre los verdes arbustos. «Seguro va hacia la guarida», afirmó Emily. Cuando determinamos dónde estaba la guarida, buscamos un lugar para descender, alejado pero desde el cual pudimos caminar. Una vez en tierra, avanzamos sobre un eskar, aquellos cordones de grava sinuosos, típicos del paisaje del ártico bajo, que han sido formados bajo lo que fue alguna vez fue una capa de hielo glaciar. 

Un lobo, que posiblemente era el mismo líder macho que vimos desde el aire, atravesó el eskar varios metros frente a nosotros al llegar al final del cordón. El pequeño montículo nos ofreció una vista panorámica y con binoculares y los lentes de mi cámara pude ver la magnífica manada. Nos quedamos ahí, inmóviles y mudos. Había cachorros y adultos y daban la impresión de jugar en familia. Yo, acababa de cumplir mi sueño. 

Al otro día repetimos el vuelo en otra área algo más al norte. Vimos más grupos de caribús y otra familia de maravillosos lobos. Pero cuando emprendimos el regreso, apareció la guinda de la torta. Una numerosa manada de bueyes almizcleros, esas grandiosas bestias cuyo tamaño es básicamente puro pelaje, y estaban pastando allá abajo. Nick hizo lo de costumbre y aterrizó prudentemente cerca. Caminamos y parecieron no prestar atención alguna. Pero Emily nos advirtió que tomáramos más distancia aún, pues uno de los bueyes nos había visto a pesar de las decenas de metros que nos separaban. No obstante su pesado aspecto, uno de esos bueyes puede correr ágil y velozmente y atacar sin piedad si siente alguna amenaza sobre su manada. El supuesto líder que nos divisó comenzó a caminar hacia nosotros, Nick temió por su helicóptero y Emily ordenó comenzar a caminar lentamente hacia atrás. Antes de subirme a la máquina, divisé los negros ojos de la increíble bestia. Juré que me miraba. Lo más probable era que no, pero quería imaginar que así fue. Al elevarnos, el buey se reunió con el resto del grupo. 

El último aterrizaje lo hicimos para ver un inukshuk, esas antiguas señales de piedras apiladas que servían para marcar zonas de buena pesca o caza hasta mediados del siglo XIX, cuando los Inuits eran una cultura nómade. 

Volvimos a emprender vuelo, y allá abajo quedaron las manadas de bellos ejemplares. Ya había entrenado el ojo y en el camino de regreso, pude divisar a los caribús sin apuro, camino al sur.



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